lunes, 16 de noviembre de 2009

Hablar de heroína me resulta una ironía IV



Ella no tuvo la oportunidad de construir su mundo. Se lo construyeron con historias que nunca quiso olvidar.


Félix era un hombre moreno de piel, con el pelo blanco, a duras penas llegaba al metro setenta, pero desde la perspectiva de una niña de 5 años, parecía enorme. Él no había tenido hijos, ni hijas y por consiguiente no tenía nietos. Vivía solo, en compañía de su madre, una anciana adorable, que por las tardes se sentaba en la puerta de la casa y tejía una manta que le servía a su vez para abrigarse los pies en otoño.


Vivían en la esquina de su casa y a ella le encantaba escuchar las historias que se entrelazaban en las palabras de su abuelo y de Félix. Historias de fábricas, de máquinas, de manos curtidas que se fusionaban sosteniendo una rodilla machacada. Historias que se mezclaban con gruñidos de sabiduría.

El viejo de la esquina vio el futuro en esos ojos verdes que, desde hacía 5 años, veían el mundo de otra manera y un buen día apareció con un regalo para ella.


Félix le había regalado su primera cámara.


17 años después, se lo recordó su madre mientras la veía en su escritorio, rodeada de tiras de papel que parecían no tener ningún sentido. Su vida estaba construida de momentos que iban cambiando el curso de su propia historia y ella todo lo guardaba…

incluso las tiras… que parecían no tener ningún sentido.



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